lunes, 6 de abril de 2015

Cómo afrontar el duelo por la muerte de un ser querido.

Muerte de un ser querido.
De esas cosas  no se habla. De la muerte, por ejemplo. De la muerte no se habla. La muerte ajena, esa que vemos todos los días en los noticieros y las películas, esa que nos cuentan que tocó a las puertas de otro, esa muerte la manejamos bien. Aceptamos con tranquilidad esos finales. Pero la posibilidad de nuestra propia muerte o la de nuestros seres más queridos la mantenemos oculta, bien guardada en el fondo de la última gaveta. Miramos para otro lado, como si pasándola por alto pudiéramos exorcizar su inquietante presencia.
Y sin embargo, de todos los hechos siempre fortuitos, siempre fugaces de la vida, la muerte es sin duda el más cierto. Debe morir la noche para que nazca el día, debe desaparecer la oruga para que la mariposa pueda desplegar sus alas y volar. Muere el niño en nosotros para que el adulto nazca; con el paso del tiempo vamos abandonando certezas, sentimientos, cotidianidades, para que lo nuevo pueda instalarse en nuestra vida.
Cuando la muerte propicia la partida de un ser amado, nos deja a cambio preciosos dones; susurra en nuestro corazón y nos recuerda secretos que en realidad conocemos, pero que a veces olvidamos por el imperativo de vivir. Nos dice por ejemplo que la vida es un claroscuro que incluye salud y enfermedad, juventud y vejez, éxito y fracaso. No hay opuestos, todo es un sucederse sabio y armonioso en el que fluimos para aprender, para crecer. Al lado de la alegría, entonces, danza la pena, y el secreto de la serenidad está en acoplarse a la melodía de cada una. Recibir el dolor, estar presentes para él, atentos a escuchar las voces de compasión, ternura, cercanía, que despierta en nosotros. Porque dolor no es sufrimiento. Este último llega cuando nos resistimos a la respuesta natural de tristeza y nostalgia que surge en nosotros por la ausencia definitiva de alguien que amamos. El dolor puede forjarnos o rompernos, esa es nuestra decisión. De la aceptación surge poco a poco un nuevo mundo, también acogedor, sin el ser que ya no está. Los nunca, tan dolorosos, se transforman en siempre: siempre lo recordaremos, siempre sentiremos su presencia en nuestro corazón.
¡Y todavía hay más dones! La muerte nos pone de relieve que llegamos al mundo desnudo, y así nos vamos. Posesiones, afanes, belleza, todo se queda aquí cuando partimos. Lo único que llevamos con nosotros es el amor, ese amor incondicional cuyo aprendizaje es el sentido profundo de estar vivos. Amar ahora, amar aquí, amarnos a nosotros mismos, amar a quienes nos rodean, amar nuestras circunstancias…, no hay nada más que amor, no hay nada más que amar.
Amando, pues, la vida, contemplamos con serenidad el rostro de la muerte. Valorando cada instante de este tiempo limitado que pasamos en la Tierra, abriendo los brazos a todo lo que llegue a nuestra puerta, sean penas o alegrías, pérdidas o ganancias. Tomándonos el tiempo de honrar la presencia de nuestros seres queridos entregándoles nuestro amor y compañía. Viviendo con pasión, de tal forma que al terminar cada jornada no lamentemos ni lo que hemos hecho ni lo que hemos dejado de hacer, y podamos vaciar, después de haberlo colmado, el cuenco de nuestra existencia. Y luego, cuando la noche muera y nazca un nuevo día, estar listos otra vez para llenarlo con toda la creatividad, todo el amor, toda la gratitud y el entusiasmo de que seamos capaces.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario